Friday, September 22, 2006

Ensayo

IR AL TRABAJO cada mañana en Nueva York parece igual de duro que en cualquier otra gran urbe. Carreteras colapsadas, trenes hasta arriba y caras de largas como el Empire State Building. El neoyorquino medio faena muy duro, o eso dice. “Trabajamos duro toda la semana para poder descansar el fin de semana”. “Eh, trabajo muy duro todos los días, merezco pasarlo bien la noche del sábado”. “Trabajo muy duro, ¿sabes?” Bueno, a mí no me mires, yo sólo pasaba por aquí.

Millones de commuters llegan a Manhattan cada día recorriendo las dos horas que les separan de sus trabajos por los diferentes puentes que unen la isla con Brooklyn y Queens, en otra isla, o con el Bronx, tierra firme. El que venga desde Staten Island ha de hacerlo en ferry. La maraña de líneas de metro que garabatean Manhattan por el subsuelo acomete su milagro de cada día. Parece imposible que esta ciudad pueda funcionar. Pero lo hace. En este mecanismo pluscuamperfecto unos segundos lo son todo. Por eso, la publicidad del MTA te dice que interrumpir las puertas de los trenes perjudica a todo el mundo.
Por eso, el revisor que controla el abrir y cerrar de puertas no dudará en decirle al tipo que interceptó el cierre con la punta del pie que el tren va a seguir su camino, con su pie dentro o sin él. Por eso, se me antoja, un reloj enorme preside el hall de Grand Central, el meollo de todo esto.

En todo esto iba pensando, así, pa poner un prologuillo, justo cuando he llegado, puntual, a mi cita con Maryline. Nueve de la mañana en el Lincoln Center. Todo este madrugón para escuchar en directo a la Filarmónica de Nueva York. ¿Qué hacen un español y una francesa venida a menos escuchando clásica a las nueve de la mañana? Ahorrar 60 dólares.

Pa entendernos, estos tíos se montan un ensayo por la mañana de lo que van a tocar por la noche. Lo llaman Reherseal (que suena muy guay pero que es ensayo en inglés) y te cobran 15 dólares por verlo. Como el Real Madrid en sus entrenamientos pero aquí no puedes gritar “¡gandules, borrachos, cocainómanos!”

Aún así, el espectáculo es de postín. Esto sí que es un reloj. Antes del ensayo, también ensayan el ensayo, y puedes notar que son buenos. Los tíos son muy buenos. En ese rato, por lo visto, se puede hablar. Así que Maryline y yo hablamos sobre estupideces varias y nos reímos en voz más o menos alta. Yo sobre todo. Es que soy español. El tío que está a nuestra izquierda nos mira fijamente. Está temiendo de verdad que le fastidiemos el ensayo con nuestra conversación gabacho-española. Es de esas personas
que dejan resbalar sus gafas por la nariz hasta que, en el último segundo, las recolocan con el dedo del medio, qué tensión de gente. Y te miran haciendo un escorzo con el ojo, porque claro, la lente está ya a la altura del omoplato. Que se te va a salir el ojo, compadre. No se sabe si trata de insultarte telepáticamente o simplemente te odia. Es divertido. Es decir, no querría tenerle delante el día que pida una hipoteca pero aquí, en la ópera, es un señor muy divertido. Se llama Seymour, creo.

Tic, tic, tic, el espectáculo comienza. Aparece el director, que ha estado ensayando en el camerino su contoneo de muñeca y todo el mundo se calla.

Qué emocionante, mi primer concierto de música clásica. Bueno, mi primer ensayo. Comienza con Weber. La pieza, hablando así entre entendidos, es guay, suenan mucho los violines y todo hace mucho ruido. Me concentro en la sinfonía y contemplo el movimiento de los violines. Es hermoso. Se parece al movimiento de los arqueros en el fragor de la batalla. Arman su brazo y lo dejan caer, espolvoreando por todo el auditorio ambrosía en clave de sol. Estoy disfrutándolo de verdad. La clase de música de primero de BUP dejó en mí un recuerdo indeleble. Cómo olvidar lo que es una cantata o un motete. El conciertete me está maravillando. Sigo concentrado. Entran los trombones. Qué gusto, qué arte, qué concentrado estoy. No sé en qué momento, me fijo en el tipo que está delante de mí, el del pelo canoso. Ahora suena un poco el arpa. Concentración. Lo que decía, el de delante con su pelo canoso. ¿Cuánta gente habrá en el auditorio con el pelo canoso? A ver… Me pongo a contar. Más o menos cuatro de cada nueve personas tiene el pelo cano. Es mucho. Miro hacia atrás. La gente está concentrada. Yo también. Los violines, ah, los violines. Son como arqueros en el fragor de la batalla. Y calvos, ¿cuántos calvos hay? Uno de cada seis. O cada siete. Sí, uno de cada siete. El resto son señoras teñidas. Sucedáneos de María Fernández de la Vega en neoyorquinas. Quizás sean también lesbianas, casi todas están solas o en parejas de dos mujeres. ¡Pumba! Qué arreón ha metido ahora el director! Bueno, mucha gente mayor, creo que soy el más joven. Pero estoy ahí.

El director de orquesta, de hecho, es calvo, pero él tiene una calva tipo director de orquesta, esto es: media luna de pelo en la parte de atrás con especie de melena casi llegando a los hombros, que agita sin parar a cada golpe de batuta. Espera, calla, silencio. ¿Ha acabao? ¿Aplaudo? Nadie aplaude. La peña sólo carraspea, tose, alguno se mea sin que los demás lo advirtamos. Nada, esto sigue y nadie ha aplaudido, a nadie le ha gustado Weber, bah, a mí creo que tampoco.

Definitivamente, uno de cada seis es calvo, no había contado al tipo que está a la izquierda del señor enfadado. Tiene unas buenas entradas: calvo. Pues se ha acabado Weber. Clap clap clap, ahora sí se aplaude, antes no, era lo que los entendidos llamamos una “pause”. Muy bien Weber ¿eh?

Venga, a ver qué pasa ahora. ¿Seguimos? ¿O hay que pedir “otra”? Estoy impaciente. Mahler, ahí viene Mahler. Éste me suena de algo. Gustav Mahler, sí, me acuerdo, un 8 saqué en el examen de Romanticismo. Ahora sí que voy a enterarme, vas a ver. Me gusta, suena bien este tío. Sólo me distraigo un poco pensando qué pasaría si uno de los violines no viniera un día, como un político en el Parlamento. ¿Cambiaría en algo la pieza? Pero me repongo. Los violines son prodigiosos. Cierro los ojos e imagino esta música en una película dramón. ¡Funciona! Acaba Mahler y yo le doy a él otro 8. Intermission, que es una canción de Offspring pero aquí también es el intermedio, también conocido como Intermezzo en nuestros círculos melómanos.



Una de egocentrismo.


Quiero apuntar mis valiosas impresiones pero no tengo boli, Maryline tampoco. Procedo a pedírselo a la señora de al lado, María Teresa Fernández de la Vega número 43. Ella se me adelanta y me habla primero. ¿Querrá un boli? No. Es de estas señoras que te habla como si te conociera de toda la vida, como si llevarais hablando de música clásica desde hace cuarenta años. “Es increíble”, me dice, “pensé que al ser un ensayo interrumpirían la función en repetidas ocasiones y, sin embargo, no han parado ni una sola vez. Estoy gratamente complacida con este reherseal”. La tía, qué directa, a eso lo llamo yo entrar a matar. No sé qué decir. ¿He de callarme y hablar cuando tenga una opinión igualmente interesante o, por el contrario, he de afirmar que coincido plenamente con ella? Así que asiento con la cabeza y pongo cara de sorpresa, en todos los ensayos a los que he ido hasta ahora jamás había pasado esto mismo.

La señora, casi una anciana, sigue hablando así que Maryline aprovecha para ir al “ladies room” (aquí no son restrooms, son ladies room. Vale). La mujer que está delante se une a la conversación con el típico “no he podido evitar escucharles”, frase con la que has de iniciar tu discurso cada vez que quieras entrometerte en una conversación ajena. “Disculpen, no he podido evitar escucharles pero creo que lo que usted dice es una soberana majadería”, oh, qué señor tan educado, ha dicho que no ha podido evitar escucharnos. Bueno, pues los tres nos ponemos a hablar de música. Yo soy como un árbitro de tenis, miro a cada lado y no digo nada. Cuando las dos se callan y me miran digo “Really???” o “Innnteresting”. Y ya les toca a ellas hablar otra vez.
Luego ha pasado algo raro. Fernández de la vega 43 ha querido echar a Fernández de la Vega 12 de la conversación y se ha puesto a hablar en español conmigo. Que tenía familia en Santander y que era suiza. No sé cómo hemos acabado con el dadaísmo. Ahí he aprovechado para preguntarle si sabe qué significa este cuadro del MOMA que es todo morado, pregunta que, a partir de ahora, haré a toda persona culta con la que me encuentre. Me ha respondido que a veces no hay por qué comprender el arte. La respuesta es de Perogrullo pero dicha en esa voz tenía su sabiduría. Seguiré rascando…

El señor que nos miraba con mala leche porque creía que le íbamos a dar el concierto, se ha quedado dormido, fue tanta la energía que derrochó en odiarnos… Un nuevo tic tic tic le despierta. Comienza Mozart. Con Mozart no hay quien se distraiga, ¡es un clásico! Uno de los buenos, como ir a ver a Ronaldinho al Camp Nou, moja fijo. Lo de Mozart es una Sinfonía, que debe de ser lo contrario a afonía, es decir, la enfermedad contraria a la señora de la derecha, que ahora no para de hablar.

Con Mozart hay muchos violines y el director se mueve más. De repente una tía nada gorda se pone a cantar y un par de lámparas en el techo se rompen en mil pedazos. Es lo que conocemos como una soprano. Muchos registros el tal Mozart. Pero con la soprano se me ha vuelto a ir el santo al cielo, he pensado en una idea para un guión, que no diré aquí, ya me han aconsejado sobre lo de contar en público ideas para guiones.

Al salir a la calle, María Teresa se nos ha pegado. Eso me pasa por decir Nice to meet you a desconocidos. Si es que les das el pie y se toman la mano. A la señora se le ha metido en la cabeza que queríamos conocer la Tower Records, tres manzanas más para allá, y nos ha dicho que, muy gustosamente, ella nos indicaba el camino. ¿Pero quién quiere ver la Tower Records? “Sí, sí, sígueme, young man”. Dadaísta. En el camino nos ha contado que fue a Cuba cuando era joven. Alguien le dijo que allí el primer día le darían la VISA. Dos años después, se la concedieron. Bonita historia. El mismo tiempo más tarde, llegamos a la Tower Records. En la planta de arriba es donde estaban los discos de Mahler. “Ah, vale, otro día venimos, ¡gracias!” Uff, pensé que nos iba a obligar a comprarlo. Debe de ser descendiente del bueno de Gustav. Al final, nos hemos despedido en la puerta. Ella ha empezado a rebuscar en su bolso. ¡Quería darme su tarjeta! Qué señora tan maja, de verdad. La tarjeta no ha aparecido, lo cual es un alivio pero el gesto ha sido para enmarcarlo. Por lo visto, también trabaja para el alcalde, tal vez era otra Fuchs, qué alteradas tienen las hormonas las señoras de esta familia, por dios. ¿Mahler-Fuchs? Definitivamente, De la Vega-Mahler-Fuchs. Y se ha ido por el mismo sitio por donde vinimos, camino del Auditorio, y se ha hecho muy pequeñita al cruzar Broadway, tanto que al final no la distinguía entre la gente por culpa de mi miopía… Conservemos este oído que me ha dado Dios.

3 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Espero que este finde hayas ido a central park a comer paella. Ha salido en todos los telediarios y esperaba verte por alli haciendo algun comentario para la prensa española. Estaba diciendo a que sale, a que sale, y........... no has salido pero por lo menos te he recordado. Un abrazo crack.

3:50 AM  
Blogger Unknown said...

¡Por supuesto que he estado! Lo que es gratis sí que es mandatory!!! Nos acercamos por allí la gorroncilla de la gabacha y yo y nos hicimos con cuatro raciones, ahora no kago claro!!!

Y por la noche fui a ver un festival de cortos y el mejor el epañó! Semos unos cracks.

Gracias por la información Fer, me preocupa el tema.

10:34 AM  
Blogger Unknown said...

Joputa..., el corto se llamaba A ciegas

9:50 AM  

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