AL DÍA siguiente de ver "El color púrpura" en un espectáculo de Broadway, y sin que esto tuviera un efecto en mi decisión final, volaba hacia Louisiana.
El vuelo 1432 para New Orleans sale a las 11:59 de Laguardia Airport. Cuando salgo de casa son las 10.02. No está tan mal. Nos las hemos visto mucho peores. Cojo el metro que te deja a unas dos millas del aeropuerto. Desde la parada hay un bus que no debe quedar muy lejos, concluyo. Y aún son sólo las 10:39. Decido hacer algo inoportuno: fotocopiar ocho veces mi pasaporte. Así tendré una copia en cada bolsillo de mi equipaje, en mis vaqueros y en la suela de mis zapatos. Al volver de la fotocopiadora, pierdo el bus por no poder silbar más fuerte (aún con las fotocopias entre los dedos de mis manos). La cosa se complica pero se podría haber complicado más: he dejado el pasaporte en la fotocopiadora. Son las 10:47.
Esto es Roosevelt Avenue. Una avenida no muy ancha que se hace más claustrofóbica por las vías del tren, encima de la calle. El saturado colorido de los comercios de los inmigrantes caribeños y sudamericanos y la alta densidad de población en las calles hacen el resto. Agobia un poco pero no pasa nada. Vamos bien.
A unos cien metros, una camioneta de reparto se para casi en mitad de la calle. Anda qué majo. En Madrid te llevas una pitada del quince. Aquí no se mueve un claxon. Pachorra Avenue. El camión de reparto sigue en sus trece. Mis pulsaciones suben a noventa. Dos autobuses detrás esperan con paciencia. Uno de ellos, al menos, es el que va a Laguardia.
Mientras, la tentación vive en los gipsy cabs. Un taxista con reluciente coche blanco se ofrece para acercarme al aeropuerto. Lo llevo en la cara, ¿verdad? Una mezcla de cabezonería y tacañería irracional me lleva a rechazarle. La situación a 100 metros no mejora. Un coche de la NYPD pasa delante. Nadie está atracando el Manhattan Bank con un butrón, ¿verdad? Pues no va con nosotros. En España ya habríamos oído aquello del “vaya país tercermundista”. En Avenida Caótica Tranquilidad, si pierdes un vuelo, coges el siguiente.
11:08. Oficialmente, estoy desesperado. Planto mis bultos en medio de la calle y sigo el ritual de apareamiento turista-gipsy cab. En menos de 40 segundos, un tipo baja la ventanilla y me dice, jugón: “Sube”.
Tras la hostia en la rodilla al entrar en el asiento de delante, hacemos las presentaciones: no tengo nombre, necesito ir a Departures Delta y muy rapidito.
Sí, el tío tiene cara de alcanzar velocidad Match 1.3 con su buga. Arranca y me dice, divertido: “Tranquilo que llegamos. ¿De dónde tú eres brother?” Ya le estoy viendo bajando las calles de San Francisco dando botes.
Español, contesto.
“¿De Barcelona?”
Y dale. Es curioso. Por lo general, en NYC parece que ser español es llevar una etiqueta de barcelonés. Le digo que soy de Madrid pero viene a ser lo mismo, como si le digo que vengo de El Rocío. El tipo ya tiene preparado su guión y no hay quien le saque de ahí.
“Bonita gente los españoles”.
Ahí me deja un espacio en blanco. Me toca: “Sí bueno, hay de todo”.
“Sí, sí, bonita gente”. Ahora con tono de sorpresa. “¡Ayer veía a David Bisbal en la TV! Qué muchacho! Qué amplio y sociable es. Si España es tan bonito como David Bisbal yo quisiera ir allí”.
No digo nada. Sólo miro cómo nos adelanta un indio con turbante mientras pienso que España es de bonita como David Bisbal, David Bustamante y David García.
Ahora llega el comentario desinteresado y espontáneo: “¡Yo también soy cantante! Siiii, me llamo Pepe Baidal”, y mientras un semáforo pasa por toda la gama del verde hasta llegar al rojo, Pepe busca sus discos entre decenas de bolsas llenas de CDs. Se decanta por dos de ellos y me los muestra con sonrisa de aprobación. La estética de la cintas de las gasolineras en España cobra respeto en comparación.
“Los vendo, ¿sabes?”
¡¡¡Esto sí que no me lo venía venir!!! “Lo siento mucho, no estoy para invertir en el mundo de la música, pero si me dice el club donde canta, le prometo que iré a verle”.
“Siiiii, en el Rosita, allá por el Bronx”.
De cabeza. El sábado a mi vuelta de New Orleáns estoy allí.
“Y no cobran entrada compadre”.
Dé ahora mismo la vuelta que nos vamos pal Rosita.
Pepe mete uno de los CDs en el reproductor, lo que nos cuesta otro semáforo. 11:16. Muy lejos, se ve un avión despegar muy cerca aún de la superficie.
La canción comienza con un ritmo horrible pero se va entonando. Pepe Baidal, el taxista de Queens, tiene buena voz. “Mi mujer es la que canta ahora”. En efecto, una voz preciosa sale a escena. La canción se llama Tinta Roja, así que le pregunto si conoce a Calamaro.
“Claaaro”.
Claro. Todos los cantantes se conocen entre ellos. Pregúntale a Calamaro por Pepe Baidal.
“La letra le escribí yo”, me dice.
Así que escuchamos la letra mientras avanzamos con lentitud exasperante. Me gusta conducir.
“Ay mi Teresita como canta ¿eh?”
Entonces me fijo en una especie de estampa que Pepe tiene pegada al salpicadero. En ella sale la foto de su hija y de su boca sale un bocadillo que lo explica todo: “Papi no corras mucho que los turistas nunca tienen prisa”. Joder con la hija. Lalallalalalaa, Pepe Baidal canta y conduce y sus males espanta.
Comienza otra canción. Recuerda, suspira y presenta: “Esta canción la compuse para todas las madres solteras del mundo”. Son muchas. Y deja sonar el temazo. Canta. Se interrumpe. "Mi madre fue madre y padre a la vez. Es el homenaje que le hago…” ¿Quieres ir más rápido me cago en tu… y en tu…?
La canción suena un rato. Al final, retoma el comentario, parece la radio-fórmula. “Vendí 125.000 copias en Ecuador de esta canción”.
¿En serio?
Tras esto tuvimos una conversación sobre Dios y el destino. Sobre si eliges tú tu destino o ya lo eligió Dios de antemano por ti. El
fatum y esas cosas, todo muy espiritual. Mi destino, por supuesto, estaba en las manos de Pepe, de Pepe Baidal.
Cogí el vuelo para New Orleáns por más de quince minutos. Ni siquiera me puse nervioso con la facturación automática. Ya me lo había dicho él, "tranquilo que llegamos". Pepe Baidal, un tipo amplio, sociable. Si son todos como él en Ecuador, yo quisiera vivir allí.